Así empezó todo

Eran las ocho y media de la noche del 26 de Mayo de 1962. Él tenía nueve años, su hermanita ocho y la Mamá cumplía veintiocho ese mismo día. Estaban esperando al Padre para salir a cenar y festejar. Cerca de la puerta de entrada, sonaron las dos campanillas del teléfono adosado a la pared. La Mamá atendió descolgando el auricular:

- ¡Hola!... (silencio)... Sí, soy yo…

Sus hijitos la estaban mirando con ansiedad. De pronto, ella pone cara de espanto y con un grito desgarrador cae de rodillas al piso tapándose la cara con las dos manos.

Después todo fue tumulto y confusión. La Madre salió llorando a la calle y entró en la casa vecina donde vivía la familia de Don Juan Schaller. Allí dejó la Madre desesperada a sus dos niños y se fue con un primo hermano de su marido, Alfonso, a hacer quién sabe qué cosas…

Dante Schaller también tenía nueve años y era su mejor amigo. Aprendieron a caminar juntos agarrados al mismo alambre de malla que separaba los patios de sus casas. Iban a la misma escuela, jugaban al futbol en el terreno de enfrente y se la pasaban uno en la casa del otro. Pero no era normal que la madre los dejara de esa manera en medio de la noche. Doña Ángela, la Mamá de Dante, les dio de cenar a todos los chicos. Después de la cena, acostó a la hermanita con sus hijas y a Dante con su amiguito, pretendiendo que se quedaran durmiendo hasta el día siguiente. Aquel niño de nueve años, jamás se quedaría de brazos cruzados ante las vicisitudes de la vida, ni en ese momento ni nunca más a lo largo de toda su vida.

Cerca de la medianoche, cuando Dante ya estaba dormido, saltó por la ventana hacia la oscuridad de la calle y caminó hasta la puerta de su propia casa. Adentro estaba lleno de gente. Subió los cuatro escalones de la entrada y a la izquierda, donde había sido el dormitorio de la abuela, ahora estaban velando a su padre.

El niño se acercó al cajón. Su padre parecía dormido, pero un rato antes había llegado muerto al hospital. Tenía un moretón rojo, como de dos centímetros, en la ceja derecha. Era un hombre joven de 37 años en la plenitud de su vida. Había nacido el 24 de junio de 1923. No tendría que estar muerto todavía. Un niño no podía entender los avatares del destino, que ni los adultos sabrían explicar.

Allí cerca, en otra habitación estaban conteniendo a su madre. También se acercaban para consolarlo a él, pero estaba más interesado en pasar desapercibido y escuchar lo que hablaban los mayores sin que se dieran cuenta que los estaba oyendo. Poco a poco se fue enterando de todo lo que había ocurrido.

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La vieja casona se su niñez estaba en la pequeña ciudad de La Paz sobre la costa del Río Paraná, al Norte de Entre Ríos en Argentina. Según el censo de 1960, La Paz tenía 11.000 habitantes. Estaban pavimentadas unas pocas cuadras alrededor de la plaza y había muchos sitios baldíos.

Don Sixto Geminiani había emigrado de la ciudad de Lucca, una ciudad de la Toscana al Norte de Italia. En La Paz tuvo 14 hijos y construyó la casa familiar en un cuarto de manzana en la calle pavimentada San Martin 1911, haciendo esquina con la calle de tierra Buchardo. En 1962 su hijo Juan Antonio, al que todos conocían como “Tono”, había heredado la casa y vivía en ella con su mujer y dos hijos.

Tono Geminiani tenía un camión y hacía un viaje semanal a Santa Fe en busca de frutas y verduras del Mercado de Abasto, que distribuía en toda la ciudad de La Paz, Feliciano y Sauce. No era una tarea fácil en aquella época. El viaje a Paraná solamente, ya era toda una aventura. Al llegar a la capital de la provincia había que hacer la cola para tomar el Ferry en la Avenida Laurencena, que trasladaba los vehículos hasta la Isla de Colastiné. En cada balsa entraban solamente ocho camiones con acoplados. Después había que subir a la Balsa a Cadena o “Maroma” y desde allí unos pocos kilómetros hasta Santa Fe. Ante cualquier desperfecto o contingencia climática a veces había que esperar varios días para cruzar el Rio Paraná. A la vuelta era un poco más fácil, porque como su camión traía mercadería perecedera le daban prioridad de paso.

Los momentos de descanso y diversión eran escasos. Cuando estaba en la ciudad, Tono se juntaba con sus amigos en el Club “Chanta Cuatro” que está en la esquina de Echagüe y Sarmiento, a cinco cuadras de su casa. Como su nombre lo sugiere, es un club de bochas. También tiene un par de mesas de Casín, que es una especie de billar con seis troneras y cinco palitos en el centro. Pero quizás el entretenimiento más popular de aquella época era el juego de cartas, que permitía distracción, tomar unos tragos y apostar unos pesitos como para darle emoción.

Tono medía casi dos metros y pesaba más de 110 kilos de puro músculo. Había ganado apuestas con su trompada, desmayando terneros con un golpe en la cabeza o rompiendo bolsas de arpilleras llenas de maíz. Era un típico macho alfa. Aquella noche estaba usando pantalones de grafa color beige, saco azul cruzado y boina negra. Durante la partida de cartas, Tono comenzó una discusión sin sentido con Bonoye Abdala, uno de los habitués del club con el que compartía frecuentemente la mesa de juego. Eran bien conocidos, pero ese día estaban animados por unos cuantos tragos. En medio de una discusión muy sin sentido, Abdala le gritó:

- Salí afuera que te voy a matar.

Dicho esto se levantó y salió del Club. Los demás se reían y le decían a Tono que se había achicado y le insinuaban que le tenía miedo a Abdala. Cuando finalmente también sale a la calle, Tono lo ve a Abdala en la vereda de enfrente con un arma en la mano. Trató de volver a entrar en el Club, pero le habían cerrado la puerta por dentro. Cuando le tira un primer tiro, Tono se abalanza sobre Abdala, se trenzan en lucha y cuando caen al suelo, Tono recibe un golpe en la ceja derecha contra el cordón de la vereda. Desde el suelo, Abdala le dispara una segunda vez y la bala le perfora arteria aorta. Era un arma de bolsillo, de bajo calibre, pero el daño estaba hecho y Tono quedó tirado en el piso por un buen rato, hasta que lo llevaron al hospital de Moreno e Ituzaingó donde actualmente funciona el asilo de ancianos. Cuando llegó ya estaba muerto. El finado Visiconti vivía al lado del Club y contó como habían ocurrido los hechos.

El entierro se hizo al día siguiente. La señora de Fels, maestra de 4to grado, llevó a todos los compañeritos de la escuela con sus guardapolvos blancos. Llevaron el cajón lentamente hasta el cementerio en un hermoso carruaje negro tirado con caballos adornados con plumones violeta y manejados por elegantes hombres de negro con galera y guantes blancos. Después, la ciudad continuó con su vida normal… para los demás.

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El padre de la joven viuda era Valentín Montenegro, suboficial retirado del Ejército como Sargento Ayudante. Se casó con Isolina del Pilar Fuente, a la que conoció durante un destino en la zona de Neuquén. Al retirarse vino a vivir a La Paz porque toda su familia era de Distrito Bandera, a unos sesenta kilómetros de la ciudad.

Don Valentín no sabía manejar. Con un chofer trataron de continuar con el negocio de traer frutas y verduras a La Paz. Lo ayudaba Poroto Latrónico, que había sido un fiel ayudante del difunto, pero después de un par de viajes abandonaron porque era más difícil de lo que parecía. Además había que pagar muchas cuentas y tuvieron que vender el camión.

Tono llevaba sus cuentas anotadas en un cuaderno marca “Tamborcito de Tacuarí”. Los negocios eran de palabra y anotaba los nombres de los deudores y de los acreedores con las correspondientes cantidades en pesos. Dos personas se acercaron a la joven viuda para pagarle lo que le debian a Tono. Uno era Yayo Ríos que tenía el negocio en Echagüe y Chacabuco. El otro fue Peca Mendoza, que vendía frutas y verduras a domicilio recorriendo la ciudad con un carro empujado a mano. Curiosamente, otros deudores que estaban en el cuaderno dijeron que le habían pagado al finado una semana antes de su muerte. Unos diez días después del entierro empezaron a llegar los acreedores. La venta del camión dejó las cuentas en orden, pero se terminaba el ingreso familiar. Había que buscar otro medio de subsistencia.

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